La Primera Guerra Mundial fue un conflicto inédito, turbio, estático, opaco, donde las reformas tácticas comenzaron muy rezagadas respecto a las innovaciones técnicas, con la consecuente incertidumbre para ambos bandos. Como ha ocurrido en otros conflictos de tácticas caducas o mal digeridas en contiendas previas, el abrupto salto tecnológico se tradujo en un baño de sangre.
Esta clase de conflictos, de terribles resoluciones, tiene una referencia directa en la Guerra de Secesión Americana –definido por muchos como de contienda “bisagra”–. Durante ésta, ambos bandos se vieron obligados a estirar una exigua fuerza de 16.367 soldados, que constituía el ejército nacional, hasta obtener dos formaciones: 2.600.000 en el caso de la Unión y de 1.000.000 en el de la Confederación. Sendas fuerzas carecían de oficiales experimentados, de hecho su Estado Mayor era un auténtico geriátrico, e ignoraron las lecciones que las Guerras Napoleónicas habían prestado. Los nuevos mosquetes de ánima estriada sirvieron la matanza. Mientras tanto, Europa contemplaba estremecida las cifras de muertos que la guerra moderna anticipaba: 646.392 muertos en la Unión y 483.000 de la Confederación.
De la misma forma, muchas innovaciones tecnológicas acontecieron al inicio de la Primera Guerra Mundial, y de nuevo en los años previos los oficiales se encontraban demasiado ocupados atendiendo sus agendas políticas. Desde 1871 no se vivía una guerra importante en Europa, y los cambios en armamentos se habían sucedido a un ritmo vertiginoso: fusiles de cerrojo, ametralladoras, obuses, pólvora sin humo, explosivos de nitrato, cureñas de cañón que absorbían el retroceso, aparición de acorazados, tanques, gases, aviación, etc. A su vez, los Estados Mayores europeos, inspirados en la estructura prusiana de principios de siglo XIX, se mantenían ajenos a los cambios, aletargados por el periodo de paz y la errónea impresión que las guerras coloniales evidenciaban –envites breves a muchos kilómetros de la metrópolis–.
Cuando el 3 de agosto de 1914 Alemania declaraba la guerra a Francia, dando inicio a las hostilidades, por muchos rincones de Europa se recibió con euforia la noticia ante la previsión de que sería un enfrentamiento breve y decisivo –ese también fue el pensamiento de Lincoln al inicio de la Guerra Civil–. El tiempo demostró que no podían estar más equivocados.
Las causas por las que Alemania y sus aliados perdieron la guerra son múltiples y requerirían extenderse demasiado, lo único certero es que no fue por falta de iniciativa o destreza táctica. Alemania condujo a Europa “con estrépito, temeridad y torpeza” a una matanza hasta entonces desconocida –pronto eclipsada por la II GM–, pero siempre con una determinación enfermiza. La nueva generación de oficiales alemanes, hostiles al legado de Otto von Bismarck, sentía una devoción casi mesiánica por las instituciones militares. Este grupo de fanáticos, que consideraban la guerra como una opción asumible, vomitó una estrategia que creían inapelable: el plan Schlieffen
El conde Alfred von Schlieffen había diseñado una estrategia que, supuestamente, resolvía la dificultad alemana de luchar en dos frentes –Francia al oeste, Rusia al este– y además barajaba una victoria en tiempo record. Basándose en el movimiento envolvente de Aníbal en la batalla de Cannas, Schlieffen proponía flanquear las defensas francesas a través de Bélgica para atrapar el ejército francés de soslayo. Eliminado el ejército francés por la vía rápida, el Imperio Alemán se centraría en apoyar a Austria –aliado en cuyas dotes militares no tenía mucha fe– en su enfrentamiento contra Rusia.
El plan alemán contaba con objetivos por fechas para el desplazamiento de 1,5 millones de soldados. Se preveía que en seis semanas, según un meticuloso calendario, llevaría, etapa por etapa, al sometimiento de Francia; luego, las tropas se dirigirían prestas hacia el frente oriental. El plan se fundamentaba en la brevedad, sin estimar los problemas que pudieran surgir sobre el terreno, o la dificultad política que conllevaba la invasión de Bélgica. Mientras la operación se realizara de forma concisa no habría tiempo de reacción, pero en el caso de una prolongada invasión de Bélgica habría consecuencias políticas imprevisibles: probablemente Inglaterra se vería arrojada a la guerra y EEUU se plantearía su entrada.
El 4 de agosto de 1914, los líderes del Estado Mayor alemán, Moltke “el joven” –sobrino del legendario general– y Erich Ludendorff, ponían en marcha el plan Schlieffen. Como todos los planes trazados en la calidez de un despacho, éste no tardó en estrellarse con la realidad. Aunque el plan estuvo a punto de tener éxito, el retraso en el paso por Bélgica y el complicado esfuerzo de mantener una línea de abastecimiento –saboteada por los restos del ejército belga– hizo imposible la aniquilación de Francia. Alemania se encontraba en la posición que más temía: comprometida en dos frentes.
Por suerte o por desgracia para Alemania, el resto de líderes europeos tampoco preveían una larga confrontación. Nadie creía que una guerra moderna pudiera durar más de un año, tampoco se confiaba en que los frágiles estados pudieran soportar mucho sin entrar en colapso económico. Por tanto el estancamiento del conflicto pilló a todos sin un plan de contingencia.
Malogrados los planes de escuadra y cartabón –que habían durado 4 meses y dejado medio millón de muertos–, todo el centro de Europa se convirtió en una extensa línea de trincheras: era el turno del fango y la miseria. La potencia de las armas de fuego permitía transformar cualquier posición en inexpugnable, por lo que las líneas se mantuvieron por tres años sin apenas cambios. Los intentos por alcanzar nuevos objetivos se transformaban en baños de sangre. Curiosamente en el frente oriental las cosas marcharon mejor de lo esperado para el Imperio alemán –Rusia se derrumbaba por dentro, Alemania se limitó a barrer sus restos–. El frente occidental concentraba las atenciones y los focos.
Si bien 1915 fue un gran año para los intereses de las Potencias Centrales, 1916 se saldó con sendos descalabros para Alemania. Conscientes de que los recursos aliados permitirían estirar el conflicto por más tiempo, el Estado Mayor Alemán se decidió a lanzar un ataque “decisivo” contra la ciudad francesa de Verdum. El asalto se convirtió en una carnicería cuando la artillería sujetó la batuta: 400.000 soldados de ambos bandos perecieron y 800.000 resultaron heridos. Los alemanes se vieron obligados a desistir ante el exceso de bajas y la apertura inglesa de una nueva ofensiva en la ciudad de Somme.
Entre los teóricos clásicos, se entendía como tradicional método de avance un intenso bombardeo en las defensas enemigas seguido por un asalto masivo de infantería. Este modus operandi conllevaba un alto número de bajas y resultaba deficiente puesto que el bombardeo advertía del lugar que iba a recibir el posterior ataque. En la ofensiva sobre Somme, los ingleses arrojaron un millón y medio de proyectiles durante una semana, luego catorce divisiones inglesas se abalanzaron sobre las líneas alemanas. Cuando los ingleses se encontraban a 100 metros de su objetivo, las líneas alemanas escupieron una incesante lluvia de proyectiles. Solo una decena de ingleses alcanzaron las trincheras. Por el camino quedaron 19.240 muertos, 35.493 heridos, 2.152 desaparecidos. Sin embargo en los siguientes días la pertinaz insistencia inglesa dio sus frutos. Tras concentrar sus ataques en objetivos limitados, los británicos comenzaron a causar un lento goteo de bajas entre los alemanes.
Los germanos no podían seguir soportando ese ritmo y decidieron dar un giro radical a su estrategia. Erich Ludendorff se hizo cargo del mando central y ordenó a un grupo de militares veteranos formular un nuevo tipo de doctrina: Conducción de la guerra defensiva. Según recogía ésta, la línea defensiva debía estar precedida por una escuadra de ametralladoras; por su parte, la infantería debía situarse en retaguardia, lejos del alcance de la artillería, a la espera de lanzar contraataques en las brechas abiertas. La nueva doctrina daba especial importancia a los oficiales de menor graduación: los capitanes y los tenientes quedaban autorizados a tomar decisiones críticas sobre el terreno.
La defensa en profundidad mostró su eficacia contra una ofensiva francesa en la primavera de 1917. El éxito fue tal que las tropas francesas decidieron amotinarse y negarse a avanzar más sobre las líneas alemanas, cuyo grado de mortandad, gracias a la nueva estrategia, era proporcional a la profundidad de las incursiones. La iniciativa alemana, en este caso en la defensa, había vuelto a acertar en sus consideraciones tácticas
No hay que olvidar que Alemania sostuvo, con la débil Austria y el enfermo Imperio Otomano por principales aliados, un prolongado enfrentamiento contra tres de las potencias del mundo, Francia, Inglaterra y Rusia –respaldados por EEUU- manteniendo hasta el final la iniciativa táctica. Tampoco es fácil de olvidar que en 1918 Alemania había conseguido imponerse en el frente oriental y por poco lo consigue en el occidental. La gesta alemana fue memorable. No obstante, la realidad acabó por imponerse. Los recursos escaseaban y las reformas tácticas no encontraron donde agarrarse. La acertada defensa en profundidad fue seguida por el “ataque en profundidad”, ambas tácticas evidenciaron que la guerra no es el mejor lugar donde jugar al prueba y error, y menos cuando las fuerzas están al límite.
La columna vertebral del “ataque en profundidad” era la creación de una fuerza de élite. Para el decisivo año de 1918 se habían dispuesto cuarenta divisiones de asalto, perfectamente equipadas, con sus correspondientes oficiales y suboficiales adiestrados en la nueva doctrina. Las instrucciones autorizaban la delegación de decisiones en el cuerpo de suboficiales, y con ello se introducía el concepto de maniobra en el campo de batalla. La precisión y la velocidad eran claves para el buen funcionamiento de la táctica.
El 21 de marzo de 1918, Erich Ludendorff ordenaba lanzar la última gran ofensiva alemana de la guerra: la Operación Michael. Las divisiones de asalto se comportaron de forma brillante en un espectacular avance de todas las líneas. No en vano, Alemania llevaba meses cavando su tumba y el fracaso de la ofensiva parecía predeterminado. Tras lanzar un millón de hombres contra las defensas francesas e inglesas, Ludendorff estuvo muy cerca de escindir en dos el territorio controlado por los aliados. El comandante francés Pétain reaccionó mandando refuerzos desde el sur; lo que, añadido a la elección de un mando único aliado, permitió frenar la ofensiva Michael en una semana. Aunque los alemanes llegaron a apuntar contra el corazón de Francia, todos sabían que solo se requería un último esfuerzo antes de la llegada de EE.UU. Torpes desde el punto de vista táctico, vivaces en la motivación; la irrupción de las tropas estadunidenses decantó el conflicto del lado aliado.
Cuatro razones llevaron al colapso de las Potencias Centrales: 1º Austria fue un desastre de principio a fin; 2º Ludendorff había auspiciado aciertos tácticos, pero en lo referido a la industria armamentística había tomado funestas decisiones; 3º El grupo de élite había requerido de oficiales, suboficiales y recursos de otras unidades, rebajando la funcionalidad del resto del ejército; 4º La última ofensiva carecía de objetivos claros, Ludendorff quería ver en acción su nuevo juguete, lo que viniera después sería producto de la improvisación.
A mediados de 1918, la rendición de las Potencias Centrales parecía inevitable. Alemania se había comportado de forma excelente desde el punto de vista táctico, pero en una carrera de fondo la dificultad de cargar sobre sus espaldas a unos aliados exhaustos y a una industria desfallecida estrelló sus ambiciones.
El horror de la guerra moderna había alcanzado Europa por sorpresa. Del periodo de paz más duradera en el continente se pasaría a un largo periodo de guerra (la I GM daría paso a la II GM, y posteriormente a la Guerra Fría). El aguante y temeridad germana anticipaba que en futuros conflictos serían un terrible contrincante. Muy pronto, el rencor se sumaría a su estado de ánimo.
Historia de la guerra, Capitulo: Occidente en Guerra de Williamson A. Murray
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