El Reino de Francia fue el rival preferente de la España imperial. Cercado por la monarquía hispánica al norte (Flandes), sur (Reino de Aragón) y sureste (posesiones italianas) al país galo no le quedaba más maniobra que meter codo a su omnipresente vecino. El resultado no pudo ser más desquiciante para sus intereses, hasta el punto de recurrir a una alianza con el Imperio Otomano.
Con la recuperación económica posterior a la guerra de los 100 años, el Reino de Francia, por su buena disposición geográfica y su alto nivel demográfico, parecía el designado para sostener el cetro europeo en el siglo XVI; sin embargo, el Reino de España se atrevió a inmiscuir su acero –auspiciado por otro brillante metal: el oro de América– para cuestionar tales previsiones. Después de que Juan II de Portugal rechazara en 1491 el arriesgado proyecto de Cristóbal Colón, el marinero genovés –o de donde quisiera ser– decidió trasladar la propuesta al Rey de Francia, pero fray Juan Pérez consiguió persuadirle de que lo intentara antes en la corte de los Reyes Católicos. El resto es por todos conocidos, mientras los Reyes Católicos finiquitaban la Conquista de Granada, desde el otro lado del océano, llegaba una noticia que cambiaría el destino de Castilla y que resquebrajaría las esperanzas galas de hacerse dueña de Europa: Cristóbal Colón había abierto la puerta a la colonización de una vasta tierra donde los españoles –hambrientos de gloria– demostrarían desenvolverse con asombrosa presteza.
Al contrario de lo que cabría pensar, Castilla –motor central del Imperio– había mantenido históricamente buenas relaciones con Francia hasta la unión con la Corona de Aragón –enemigo francés durante todo el siglo XV, a razón de intereses cruzados en el Mediterráneo occidental–. La alianza de los Reyes Católicos con la dinastía Habsburgo tensó, más si cabe, las relaciones con Francia. Así, Castilla quedaría envuelta en un largo conflicto, de episodios intermitentes, por razones ajenas a sus intereses directos.
Italia, entonces amalgama de numerosos reinos y principados, fue testigo y víctima de los primeros episodios de la rivalidad entre España y Francia que se disputaron uno a uno la afiliación, en algunos casos conquista, de los débiles reinos italianos. Como luego pasaría a la inversa durante el declive del Imperio Español, todas las afiliaciones en liza acabaron por caer, de forma paulatina, del lado hispánico. A principio de la década de 1490, Francia mantenía bajo su órbita Milán, parte de Nápoles, Saboya, y tenía amistad con los dirigentes de Génova y Florencia, así como aspiraciones sobre Sicilia. Solo 50 años después –y muchas batallas de por medio–, Carlos V controlaba Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán y tenía firmes alianzas con el duque de Saboya, con los Médici florentinos, con los Farnesio de Parma, con los Doria y los Spínola genoveses. En este sentido, habría que puntualizar que el sometimiento de muchos de estos reinos, financiado con dinero castellano y ejecutado por tropas castellanas, no dejaba de ser parte de un conflicto internacional entre las dinastías Habsburgo y Valois, donde el Papa y la República de Venecia medraron a placer.
Evidentemente desarrollar en este artículo todo el largo conflicto requeriría mucha extensión, por ello me centrare en tres episodios de gran valor icónico en los que Francia sufrió derrotas de hondo calado, tiempos dichosos en los que España era la pesadilla de Francia.
El 25 de enero de 1515, Francisco I era coronado Rey de Francia en la catedral de Reims. Al año siguiente, también en enero, Fernando de Aragón fallecía y dejaba escrito que su nieto Carlos I debía heredar el Reino de Aragón y el Reino de Castilla ante la incapacidad de Juana la Loca. Sin imaginarlo, Europa vislumbró el génesis de la más honda rivalidad del siglo.
El primer asalto tuvo como telón de fondo la lucha por alcanzar el título de Sacro Emperador Romano Germánico que se disputaron, en 1520, Carlos, nieto del fallecido emperador Maximiliano I, el mencionado Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Aunque el futuro Emperador Carlos V tenía derechos legítimos, el hecho de que Maximiliano I no hubiera sido nunca coronado por el Papa –era el primero en saltarse este proceso– obligó a su nieto a imponerse a golpe de ducados –con oro castellano y de banqueros alemanes– en la asamblea de Electos alemanes.
Tras este primer careo, Carlos V y Francisco I se volvieron a confrontar en la Guerra Italiana de 1521-26 –las Guerras italianas, iniciadas en época del Gran Capitán vivirían episodios intermitentes durante todo el siglo–. El Rey francés a la cabeza de un poderoso ejército de 36.000 hombres había atravesado los Alpes y ocupado el Reino de Milán como respuesta a las derrotas sufridas en Bicoca y Sesia en 1522 y 1524, respectivamente. La ciudad fortificada de Pavía, con una guarnición de 2.000 españoles y 5.000 alemanes al mando de Antonio de Leyva –navarro veterano de las campañas del Gran Capitán–, se cruzó en el triunfante paso francés. La pertinaz resistencia del navarro propició la llegada de 4.000 soldados españoles, 10.000 alemanes, 3.000 italianos y 2.000 jinetes de refuerzo, comandados por el Marqués de Pescara.
A pesar de tener en apariencia fuerzas parejas, los defensores de Pavía estaban al borde de la hambruna y las tropas de refuerzo traían las arcas algo escasas –algunos mercenarios alemanes amenazaban con amotinarse–. El tiempo corría en contra de los españoles y éstos decidieron, como en otras ocasiones, huir hacia delante. La noche del 23 de febrero, el marqués de Pescara ordena lanzar una encamisada –arte en el que se valían muy bien los españoles– sobre el campamento del bando francés, que en estado de sobrexcitación abandona su posición y sale al encuentro de las tropas imperiales. La abnegada fe en la potencia de su caballería, tan característica en todas sus derrotadas en el siglo XVI, precipita a los franceses –no sin antes dar fuga a la imperial– contra una precisa ráfaga de arcabuceros castellanos, emboscados en una zona boscosa cercana.
Ante el derrumbe de la caballería francesa, Antonio de Leyva y los 5.000 infantes de la fortificación de Pavía arremeten contra el flanco francés. La caballería imperial, reagrupados sus supervivientes, se encarga de aniquilar casi por completo a la caballería pesada francesa. El resto de lances se despachan con la misma resolución: los lasquenetes imperiales barren a la artillería gala, la infantería suiza se da la fuga ante el grueso español, y, finalmente, el ejército francés se diluye para deleite de los imperiales que persiguen sus restos hasta orillas del río Tessino.
La magnitud de la humillación estremeció Europa: 10.000 soldados franceses y suizos muertos (incluidos los comandantes: Bonnivet y La Tremoille) y 3.000 prisioneros, entre los cuales se contaba lo más granado de la nobleza: Saluzzo, Montmorency, Enrique de Navarra, y el propio Francisco I. Al igual que el resto de caballeros, el Rey francés había padecido los estragos de los arcabuces españoles. Derribado de su montura, el monarca fue capturado por el vasco Juan de Urbieta cuando trataba de zafar su pierna de debajo del moribundo caballo. En un principio, el vasco no supo distinguir la calidad de su botín, pero se refrendó de degollarlo al vislumbrar su cuidada armadura.
Con Francia descabezada, Francisco I fue llevado preso a Madrid donde permaneció un año en la Torre de los Lujanes hasta que accedió a firmar el ignominioso Tratado de Madrid. El acuerdo, que no tardaría en incumplir a su vuelta a Francia, obligaba a Francisco I a renunciar al Milaneso, Génova, Nápoles, Borgoña, Artois y Flandes. Durante su estancia en Madrid, donde recibió trato cortes, escribiría a su madre: “Todo se ha perdido, menos el honor y la vida”.
La rivalidad entre Carlos V y Francisco I aún tardaría mucho en extinguirse, hasta la muerte del galo –con algunas victorias reseñables para los franceses–. Sin embargo Pavía pasaría a la historia como el punto álgido. Francisco I, el rey guerrero, soldado impetuoso, encantador con las damas, mecenas del arte, monarca humanista, no podría nunca, a pesar de sus muchas otras virtudes, sacudirse el oprobio sobre el que se precipitó en Pavía. Sus descendientes también lo intentarían, cayendo con igual estrépito.
Fuentes:
Atlas ilustrado de las grandes batallas de España, Juan Vázquez García y Lucas Molina Franco
Tercios de España: la infantería legendaria, Fernando Martínez Lainez
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